domingo, 9 de diciembre de 2007

Miguel Ballio (fragmento)

Miguel Ballio/ un glaner.

Un « Glaneur » es en Francia el que recupera cosas por las calles para llevarlas hasta su casa.

Miguel Ballio tenía treinta y tantos, había abordado el avión a Paris lleno de miedo, con la excusa de hacer una tesis literaria sobre los viajeros europeos del siglo diecinueve por América del Sur. Era profesor de geografía pero apenas si habia conocido algún que otro lugar a parte de su ciudad natal, La Plata, ciudad de diagonales, mujeres hermosas y burócratas. Y como todos, nunca había encontrado los verdaderos motivos que lo habian autoexilado.
Como Miguel Ballio, yo también era profesor particular de español, oficio que me reportaba la mitad de mis ingresos. Fue el mismo Miguel quien me habia propuesto dar clases como él en un instituto que formaba el personal de Air France. Pero como todavía no habia hecho mi casamiento blanco, no ostentaba el status pertinente para dicho menester. Los papeles, los papeles. Nada más empezar el día y sentir que se lanzaba un dardo envenenado contra ese blanco en movimiento.
Miguel Ballio vivía en un departamento diminuto (por supuesto), entre Montmartre y los Grandes Bulevares, en una ciudad que poco tiene ahora de todo lo testimoniado por nuestros próceres literarios. Bastaba dar un paso después de la puerta para sentirnos invadidos por la atmósfera de Miguel. Cierto olor a toallas húmedas o a encierro flotaba en los aires del solterón. El espacio se resumía a un baño y a un cuarto: habitación-cocina-comedor. Una cama, una pequeña biblioteca, un canapé y un escritorio con computadora adornaban el lugar. Su alimentación eran básicamente sardinas enlatadas, lentejas, una baguette, quesos camembert y pastas los domingos. En una de mis visitas le habia aconsejado poner en la calle el largo sillón que ocupaba tanto espacio. Era un canapé gastado que habia tirado un vecino suyo y desde hace anos lo tenia incrustado en su mundo. Juntos lo sacamos. Al principio me confesó que se sentía raro sin el canapé. Pero paulatinamente se fue redescubriendo en el nuevo espacio y debió reconocer el favorable cambio. También le presté la máquina cortapelo: Miguel tenía una calvicie prominente con larga coleta en la nuca. Se rapó y al poco tiempo hizo un viajecito: fue a Barcelona a visitar a una ex novia.
Para cuando me “casé”, ya habia perdido un poco el contacto con Miguel Ballio. Más que nunca tenía multitud de formularios a llenar, cuestionarios, ordenes con membrete, revisacion médica, y la mudanza. Porque al casarme con aquella chica, chica francesa que trabajaba conmigo en el restorante mexicano, debí mudarme a su pequeño departamento y ella, por suerte emigró a casa de su novio del momento, un buscavidas que vivía jugando a la playstation, tomando pastis y esperando un llamado para unirse a la fuerza policial. Nadie ajeno a mi mundo de delgada cuerda tambaleante, que sin barra que equlilibre alla en lo alto intentaba yo de franquear. O las piernas tiemblan o la cuerda se mueve, una de dos... Lo que fuere, nada me conformaba, nada escondía mi vértigo. Cómo olvidar la historia de aquel polaco que llego a la ciudad buscando a un pariente suyo, que apenas llegado a la Gare du Nord le robaron todo y que debio dormir en las calles y darse a la vodka para olvidar al frio y al tío.
Para las vacaciones de verano, momento en que yo trabajaba más que nunca, conocí a una chica argentina, cordobesa que hacia danzas árabes que no hizo mas que sacudir mi cuerda otro poco. Aleja me invito a su show una noche y alli reencontré a Miguel. Parecia más calvo y tenia los cristales de anteojitos redondos siempre sucios que limpiaba inútilmente contra el paño de su sobretodo. Estaba en eso mismo cuando lo descubrí del otro lado del salón, sentado en una mesita con vela, tomando un trago. Aleja estaba en el escenario del café girando con una cinta roja, piruetas que despertaron aplausos de entre los adormecidos espíritus presentes. El clásico aplauso acompasado, pac-plac-pac-plac, de los parisinos que tal vez por tener tantos conciertos y eventos a cuestas, no regalan sus cotizadas manos al albergue de quienes “pretenden” ser artistas. Aproveché en ese momento para acercarme a la mesa de Miguel. Miguel casi no me reconoce: “tenés el pelo tan largo, no hubiese pensado.... Sentáte”.
Claro que en realidad la sorpresa era verme por alli con mi whiscola en mano y una camisa blanca que me daba quizas, cierto aire agitanado, una formula repetida que supo convocar la mirada de una noreuropea.
-Me invito Aleja –le dije en un tono algo íntimo.
-Ah si, claro. A mi también. Qué bueno volver a verte –pronunció secamente. Miguel era taciturno, solitario a morir y el solo hecho de haberlo visto fuera de su casa me produjo una extraña impresión, quizás verguenza, como si el solo hecho de que el estuviera alli pudiera conferir a todo ése mundo exterior un tenor de banalidad insoportable. “¿En qué andas? –me preguntó después, escrutándome con sus ojitos.
-Conseguí los papeles, sigo con el restoran y hay algún que otro alumno de español...” –le respondí en un bombardeo de letras mientras Aleja movia anillos con su vientre. Y me acomodé bien en la silla preparándome para la segura segunda pregunta: explicarle como había conseguido efectivamente mis tan mentados papeles. Pero Miguel solo miro indiferente uno de sus cigarritos negros esos de humo horrible que solo él podia fumar y como un Arthur Miller en bancarrota, lo encendió con la cajita de fósforos que guardaba desde Argentina, que alguien le habia regalado en el aeropuerto justo antes de atravezar esa puerta invisible y atemporal, que separa continentes y afectos. “Qué bueno es éso, que por fin tengas los papeles –dijo después, entre dos bocanadas de humo. Aleja ya habia terminado y seguramente el estaba nervioso esperando que la cordobesa salga a saludar a sus invitados. Pensé en alguna respuesta vaga en caso de preguntarme como conocia a Aleja entonces yo le pregunté eso mismo. “Ah, Aleja, la conozco por una profesora de tango, la Negra Camino. Estudiaba francés con mi ex en la Sorbonne. ¿Y vos? –me lanzó por fin.
-Una vez fue a comer al restoran (eso era verdad) y nos hicimos bastante amigos. (no tan cierto) Aleja es increíble –dije, intentando concentrarme en algún rasgo de sus carácter que pudiera valer ese calificativo más que su culo y que su boca. Pero a veces soy tan expresivo que ya me noto sonriendo antes de llegar a sonreir y no tengo más que soltarle el rictus a la insaciable, escrutadora mirada de los otros. ¡Tomá! –pensé sonriendo como un hijo de puta, no lo puedo evitar y me causa una risita tan cinica que los otros sucumben ante tanto simpatico cinísmo. Y él también se reía, su risa despareja y jovial, familiar como en el patio de la abuela.
Miguel era así, un poco criado en un barrio entre comadres, la ausencia de un padre, una madre con problemas de soledad y tios dandys que lo llevaban al zoologico y a la cancha cuando se enfrentaban Estudiantes y Gimnasia. En sus recuerdos el parecía verse siempre chiquito abajo del viejo ex jugador de fútbol del que solía narrar sus pícaras memorias. A mi me divertía el mundo Miguel, con sus episodios de iniciacion con las drogas, no dejaba de tener algo de secreto e infantil tal vez como el mio, algo de Lazarillo de Tormes y de esa generación antimilitar-rockurbano. El llamaba la “D” generacion. Quizás porque necesitaba reconciliarme con todo aquel mundo que haber encontrado a Miguel fue el armisticio. Pero esa noche, presiento que algo cambio entre el y yo. Vi sus ojitos turbarse cuando Aleja vino hasta nosotros, nos saludó y mirándome a mi le dijo a él: “¡Qué bien qué estas Miguel! ¡Siempre tan dandy…!”. Miguel le respondió que ella era una diva, un encanto nacional. Y la llamaba Ava. Yo sentí el cumplido a Miguel como si Aleja hubiera mordido mi pecho desnudo. Horas más tarde recordaba todo ésto con tristeza, pensando en los senos firmes de esta Aleja que me volvía loco pero que sabía que necesitaba llevarla hasta un terreno más íntimo, para ganar seguridad, para poder proyectar algo mio. Porque sólo habíamos tenido sexo y a la larga a mi me daba ése mismo cínico rictus pero en el pene y todo eso me aburría y caminaba por los puentes de la ciudad nocturna, por las calles que todavia los turistas no pisan y es alli que encontraba los muebles, las lamparas, las cajas con libros, los televisores. Llevaba todo hasta casa con la esperanza de darle un sentido, una utilidad.
Fue asi que encontré a mi bicicleta inglesa, mi televisor y mi estanteria. Para esta misma época perdí el contacto con Miguel Ballio y a dos alumnos de español. Me mudé por cuarta vez, dejando ahora el departamento que pertencecia a mi “esposa” a una estudiante belga. La mudanza trajo cierta tranquilidad por un lado y la desesperación de conseguir un empleo en serio en lo inmediato, por el elevado costo del alquiler. Asi me arrastré hasta finales de año, otro año que comenzaba en invierno. Las cosas mejoraron con la llegada de un par de alumnos y así junté algo de dinero y de ánimo para volver a llamar a Aleja. Aleja estaba de gira por países escandinavos con su nuevo productor, un chico danés tres años menor que ella, alto, rubio y aburrido pero que la invitaria con champán antes de cada cena y la prodigaría con acertadas adulaciones artisticas. Aleja prometió llamarme. Esto me hizo pensar en renovar mi vestuario y al mismo tiempo me dio un alivio como si todo eso no fuera más que la oportunidad para activar por fin algo de mi vida.
Durante esta espera aparecio otra chica, una francesa de padres andaluces que del flamenco tenia solamente una camisa negra porque era rubia y tocaba el bajo eléctrico en un grupo de pop rock de Bretana. Con ella se duro algo mas que con Aleja, el tiempo necesario para no conocer ni a sus padres ni a sus ex, algo que conmigo ellas no conocían jamás.
Aproveché el envión de este nuevo traspié afectivo para pintar mi casa. Tomé el metro y mientras viajaba tuve la revelacion fundamental que mi bicicleta me habia salvado la vida. Debía arreglarla. No serian más que unos euros cambiar los frenos y la rueda trasera. Bajé en el centro con esa intención. Evité los íbridos bulevares con sus turistas que desfilan por un Paris que no es Paris, sino el Paris que ellos quieren ver, y es lo que el francés, el árabe, el paquistaní o cualquier otro oportunista le hace creer. Al pasar casualmente por la calle en que vivía Miguel me detuve. Dudé antes de tocarle el timbre. Sabia que a veces no contestaba aunque jamas saliera de su casa. Esto fue lo que paso, el timbre sono tres veces y yo comprendi que no tenia ganas de ver a nadie (igual, ¿quién otro lo visitaria?) o que realmente no estaba. La tercera opcion ni prefiero suponerla.
Claro que mi vestuario no tendria nada que ver con las desiciones de Aleja. Que después de todo si ella estaba con aquel vikingo seria por algo diferente al dinero que yo no podria ver o por el dinero y que al final de todo, Aleja no me convenia. Pensaba todo esto de diferentes maneras y mis amigos me repetian esta conclusion, pero las conclusiones poco tienen que ver con el presente. Al parecer si se es pobre y no se tiene sexo, hay que transformar a Paris en un templo zen. Preferi comenzar conmigo y empecé unos cursos de teatro de los que gratuitamente dictaba el municipio. Una de ésas noches, super borracho volviendo a pie hasta mi casa vi a Miguel esperando el colectivo en un esquina, estoico e individual como siempre. Enseguida adopté una actitud más austera. Pero él casi me desconoce. Me saludo con frialdad. ¿Seria por lo de Aleja? ¿Por haber abandonado su amistad? estaba raro. No soy de ésos que dicen una cosa por otra pero es cierto que con tanto tiempo afuera estoy cambiando. Y nunca me he sentido sucumbir ante el llamado “estar en falta con alguien”, por los amigos uno siempre juega lo que no tiene. Entonces le dije que lo llamaria en esos dias. Conviccion y buen entendimiento. Pero nunca volvi a llamarlo. Esa fue la última vez que vi a Miguel Ballio, una imagen de triste aislamiento y tomé el bus como quien se toma un vallium.
Aleja me llamó sin embargo una noche para contarme una triste noticia: que Miguel habia vuelto a la Argentina, que un amigo lo habia ido a buscar porque estaba muy deprimido y con delirio paranoico y que lo habian internado. Lo vivi sin sorpresa pero amigandome con mi vieja melancolía. Después olvidé todo aquello me puse a escribir una novela que transcurria entre varios paises y los personajes eran al final lo mismo, y los paises no eran mas que uno solo y yo no era ningun escritor mas que quién sabe. Tenia sexo cada tanto con la chica andaluza pero terminabamos fatal. Me importo un carajo cuando la andaluza me reventó el ordenador contra la pared, volvió con su ex y me dejó para siempre. Yo ya estaba en otra cosa y deleitaba mis noches caminando por calles desconocidas de la ciudad. Empecé a redefinir todo y rebauticé Grisel a la ciudad. Nada de esto lo guardé en secreto por miedo a que me pasara lo que le paso a Miguel supongo, y asi empezaron a llamarme de loco mis allegados. Seguí como pude con las clases de teatro dictadas por un profesor que no era gay y con varias colegialas que buscaban más una terapia de grupo que desarrollar talentos escénicos.
Volviendo de mi curso me topé con unos bultos sobre el cordón de la vereda. Seguí caminando, pero unos metros después volví. Encontré ropa vieja, unos libros sin interés y una valija rotosa que no quise abrir. Ningún preciado hallazgo salvo un roperito con puerta espejo contra la pared que si logró interesarme. Lo cargué hasta casa sin ninguna vergüenza (ya que se podía pensar lo contrario: que era yo quien intentaba deshacerse del mueble). Una vez en mi reducida intimidad, busqué un lugar para colocarlo. Ocupaba demasiado sitio en mi departamento. O tiraba el viejo placard o me quedaba con este. Decidí tirar a la calle el viejo. Me lo habia regalado la madre de la andaluza. Junto con el viejo ropero tiré sin darme cuenta varias revistas y dos camperas antinieve. Pero no quise volver a buscarlas a la calle. Tenia trabajo ahora redecorando el espacio con esta nueva adquisición. Noté que el color del ropero no tenía juego con el tapiz de la pared ni con la alfombrita marroqui. Entonces llené mi mochila de viajes con todo aquello, incluí la lámpara japonesa y el juego de sábanas que me habia regalado mi madre. Me quedé sentado en el piso un buen rato esforzándome en recordar qué día trabajaría esa semana. No podía ser ésa misma noche. Concluí que si el teléfono no sonaba no podía haber olvidado ninguna cita. Acalorado me saqué la remera, me tomé la botella de agua de la heladera y meti en una caja los libros que tenia en la estanteria. Obras completas de blabla, Iniciacion al corpuscristi, y la Práctica del Zen. No es cuestión de menospreciar nada pero la casa se veia mejor sin todo eso y sin la mesa de mierda que habia encontrado una tarde cerca de République. Además de eso se trataba, poner en funcionamiento lo aprendido. Fue sin nostalgia también cuando dejé en la calle los dos tatamis de paja de arroz japonés. Entré de nuevo a mi departamento, solamente el roperito nuevo en la soledad del salón y el futón parecían querer esconderse de mí. Para subir ese futón hasta el quinto piso (sin ascensor) me había ayudado un amigo. Pensé en el recurso de la ventana, pero era demasiado ancho y ademas abajo el patio estaba saturado ya por los cachivaches de los chinos. Lo saqué sin mas, por la puerta, tal como habia llegado a mi casa se despedia de mi suelo.
Una placentera fatiga me emboto los sentidos. Y con las paredes desnudas y sin nada en el suelo, nunca hubiese pensado que era tan grande el departamento. Ahora quedabamos yo y el roperito. ¿Qué cosa seria este extrano mueble, demasiado grande para ser comoda, muy chico para placard? Con dos cajones y en una de las desvencijadas puertas, un espejo. Cuando lo abrí, la puerta del espejo cedió un tanto y tuve que tomarla con una mano para que no venciera la bisagra y se viniera abajo.
“Tiré todo, tiro también el roperito” –dije mirándome al espejo. ¿Dije a quién? Mirándome, intentando borrar cualquier sentimiento, cualquier idea. Así estuve como una hora hasta que por fin el roperito decidió cargarme, con gran esfuerzo bajarme por las escaleras y dejarme en la calle.

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