Soledad, ¿por qué no hay otra cosa? Las relaciones, en general duran tan poco que esta invitada eternamente regresa y uno se pregunta si no será aconsejable de una vez por todas, acostumbrarse a éste efecto, sin sensación de ausencia ni de acto incompleto.
Es tan fuerte su presencia que como una gripe que nos persigue, vamos a los bares, entramos al metro, con la intima esperanza de querer hallar la cura, detener las reencarnaciones de este espíritu taciturno que merodea para perforar nuestra carrocería.
Taladra y siempre penetra, recordándonos cínicamente nuestra necesidad de penetrar. Hacia allí vamos. Poco dura el cine, la salida nocturna, el porro, la risa entre amigos, al viaje a la montaña. Me repiten que una íntima conexión con uno mismo desde el silencio, lo que habitualmente se llama meditación, cura. Pero es tan complicado para el pobre hombre moderno desestigmatizar su pertenencia a la vida conyugal, al viaje a dos que la identificación aplana el silencio con sus ganas de gritar. Se desnuda el deseo y más que nunca estamos expuestos.
Íntimamente sabemos que en cuanto se pose aquella hoja de parra sobre la espalda de este invencible caballero, la flecha penetrará confiriéndole nueva mortalidad, retornándolo al dominio del tiempo. Fue la sangre del dragón que había inmunizado. Así como Sigfrido y su bestia dragonesca, nuestro enemigo nos conoce, en esta relación perversa de torturador-torturado. La posibilidad de escapar se presenta a cada momento y de alguna manera nos da miedo. No podremos decir que estábamos completamente acostumbrados a la soledad pero si a no estar con alguien.
Por último es imposible afirmar cual de estas dos partes es la más difícil a sobrellevar. Me temo que ambas lo son y por desgracia, la que me tocó a mi no vierte su sangre, no me hace invulnerable todavía.